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Escapada a Begur: Naturaleza y calas de agua turquesa

Begur es un pueblo con encanto. Situado entre montañas y turones, es uno de los municipios más especiales de la Costa Brava. Se encuentra en el Baix Empordà y tiene poco menos de 4.000 habitantes. Nos escapamos dos días de junio aprovechando que teníamos un evento familiar en Girona, y nos alojamos en un hotel al lado de la playa llamado Ses Negres.

Hacía mucho tiempo que queríamos ir a Begur y a Calella de Palafrugell, dos municipios vecinos que destacan por sus preciosos pueblos marineros y calas de agua color azul turquesa. Nuestro hotel estaba situado en Sa Riera, donde hay la playa de arena (gruesa) más grande del municipio. Nosotros, acostumbrados a las largas y anchas playas de arena muy fina de la Costa Daurada, nos sorprendimos al ver que llamaban “grande” a esta playa, pero el tamaño (reducido, para nosotros) de todas las playas de esta zona son parte de su encanto.

Para llegar a Sa Riera, cogimos una carretera con curvas desde Begur que no hacía más que bajar en pendiente por unos bosques preciosos. Llegamos el domingo por la mañana con muchísima niebla (incluso pensamos que había un incendio, porque coincidió que vimos un helicóptero encima nuestro), pero se ve que sólo era niebla que había llegado a la playa de repente. Esto nos vino genial, porque hizo que la gente se fuera de las playas y los huéspedes del hotel abandonaran la habitación antes de hora. Nos alojamos en el Hostal Ses Negres, un hotel que apenas tenía 15 días de apertura, e hicimos el check-in a las 11:30 de la mañana. Mientras nos cambiábamos, vimos como la niebla iba amainanado y llegamos a la playa con mucho sol, calor y brisa marina.

Al salir del hotel, andamos 10 metros y la estampa nos dejó sin respiración: allí mismo estaba la playa, medio vacía de gente, con sus barquitas y sus casas pequeñas al borde de la arena y un sol radiante. No nos esperábamos que la playa estuviera tan cerca, justo al girar la esquina, y nos quedamos unos instantes quietos, admirando el paisaje.

Al pisar la playa de Sa Riera, mis hijos se sorprendieron al ver que no era de arena fina. Se les desmontaban las construcciones hechas con los juguetes de playa, pero al rato le pillaron el truquillo y empezaron a disfrutar de aquella arena. Mi hija pequeña, que es bastante (por no decir muy) sensible, se quejaba de que las piedrecitas se le pegaban a la piel, e incluso vio a un bichito y se puso a gritar como loca.

Decidimos ir a comer en un restaurente informal de la zona. En Sa Riera hay bastantes opciones para comer y con bastante diversidad de precios. Por la tarde, nos fuimos en busca de una de las calas más famosas de la zona: la cala Aiguablava, a quince minutos en coche de Sa Riera. Era domingo a las 3 de la tarde, y nuestra sorpresa fue en ver que había cola para entrar al párquing de zona azul que queda más cercano a la playa.

Estuvimos unos veinte minutos haciendo cola, esperando que se fuera vaciando el párquing. Cuesta aproximadamente 3€ la hora, pero te deja justo delante del acceso a la playa. Hay otro párquing que indicaba 3€ todo el día, pero estaba muy lleno y ni lo intentamos. Cuando bajamos a la playa, la estampa nos dejó maravillados. Una pequeña cala de arena, esta vez muy fina, con aguas de color azul turquesa y barquitos flotando en el mar. El agua era transparente de verdad, se veían hasta los peces más pequeños, y no había ni olas en el mar.

Estaba muy llena de gente, pero encontramos un hueco justo delante del agua y mis hijos se lanzaron a jugar. El mayor se atrevió a meterse en el agua hasta la cintura, pero de vez en cuando se oían gritos de los bañistas al entrar en el agua, porque estaba veraderamente fría.

Estuvimos hasta las 6 y media de la tarde, y la playa se fue vaciando poco a poco, aunque cuando nos marchamos todavía quedaba bastante gente. Hay un rincón con unas rocas que hacen que el agua parezca una piscina, donde los niños se lo pasan genial buscando todo tipo de animales marinos. Vimos a dos cangrejos en las rocas y mis hijos se quedaron flipando.

En esta cala hay varios restaurantes y alguna tienda de helados, además de la posibilidad de alquilar barquitos y patinetes.

Después de estar unas cuantas horas en cala Aiguablava, cogimos otra vez el coche y nos fuimos a ver Sa Tuna, donde hay una cala de piedras (esta vez grandes) y un pueblo estilo marinero precioso. Caía el sol y hacía algo de viento, pero la temperatura era muy agradable. Dimos una vuelta por el pueblo, con sus calles estrechas y sus balcones con vistas al mar, y nos encantó todo.

Volvimos al hotel de Sa Riera porque los niños estaban agotados, pero antes dimos algunas vueltas por el centro de Begur, arriba del todo de la montaña, y nos paramos en varios miradores para admirar el paisaje. Pasamos también por delante del Camping Begur, y vimos que tenía muy buena pinta, rodeado de mucha naturaleza y a pocos minutos de las playas en coche, así que lo contemplamos para una próxima vez.

El lunes por la manaña decidimos ir a Calella de Palafrugell, a unos veinte minutos de Begur en coche, porque hacía muchísimo tiempo que le teníamos ganas. Encontramos párquing de casualidad bastante cerca de la playa de Calella y bajamos andando. El paisaje nos dejó, una vez más, impresionados. En Calella de Palafrugell hay varias calas, todas ellas bastante pequeñas, con un paseo precioso que las une y con unas aguas transparentes espectaculares. Hicimos un recorrido bastante largo por el paseo y al final nos asentamos en una pequeña calita justo delante del paseo, donde vimos que había bastantes restaurantes y alguna tienda de souvenirs. Las rocas que había en esta playa le daban un encanto especial y mi hijo se dedicó a escalarlas todas. No les terminó de gustar la arena, una vez más de arena gruesa, pero se lo pasaron bien a pesar de todo.

Dimos un paseo por Calella, entre casitas y tiendas. Había muchos restaurantes y al final nos decidimos por uno que tenía opción de menú infantil. Comimos bastante bien a un precio decente y, al salir, en ver que se había nublado un poco y hacía algo de viento fresquito, decidimos volver a cala Aiguablava, que queda más recogida del viento.

Pasamos allí unas horas. Se notaba que era lunes porque la playa estaba mucho más tranquila; aún así, había bastante gente, una gran parte de ellos eran extranjeros que imagino estaban pasando las vacaciones allí.

Una vez más, mis hijos se lo pasaron en grande. Ya teníamos las maletas cargadas en el coche, así que fue salir de la playa y voler a casa.

Nos fuimos con una sensación especial, de haber estado en un lugar privilegiado, con mucha naturaleza y uanas calas espectaculares.

Lou

Lou, mamá de 3, maestra de infantil.

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