El relato de mi tercer parto
Nuestra pequeña Emma vino al mundo muy de prisa y hoy os quiero relatar su precioso y fugaz parto.
38 semanas – Pródromos
Hacía días que estaba experimentando los llamados pródromos, contracciones de noche intensas y dolorosas que no terminaban de arrancar, y que estaban dilatando mi cuerpo muy poco a poco. Leí que los pródromos pueden deberse a una malposición del bebé, y que puede ser la forma que tiene el cuerpo de intentar recolocarlo. Así que busqué vídeos de Spinning Babies e hice todos los ejercicios posibles, para dejar de tener los pródromos insidiosos y agotadores, con la esperanza de que una posición óptima lograría empezar el trabajo de parto.
26 de abril – 39 semanas + 1 día
El lunes anterior al parto decidí hacer todo lo posible para que arrancasen las contracciones, porque no quería estar más noches así, agotada, sin dormir y con la incertidumbre de saber si era el momento de ir al hospital. Fui a caminar durante una hora y media por el pueblo, subiendo y bajando las aceras, una técnica que dicen que ayuda a encajar la niña al canal del parto. Por la noche, pedí prestada la pelota de pilates a mi hermana e hice todos los ejercicios que se me ocurrieron.
En parte, deseaba que Emma tardara un poco más en llegar, porque no estaba preparada para despedirme de la barriga. Pero también quería que llegara ya al mundo para dejar de tener los malditos pródromos, así que tenía una verdadera dualidad de sentimientos.
Nos fuimos a dormir el lunes sin tener ningún tipo de intuición de que Emma estaba más cerca de lo que pensábamos.
27 de abril – 39 semanas + 2 días
2:00 am
Emma llegó al mundo muy deprisa. Tan deprisa que tardé en darme cuenta de que todo era real, que estaba pasando de verdad, y que me estaba pasando a mí. A las dos de la madrugada me despertó la primera contracción, pero yo creía que estaba soñando. Hacía días que sufría las contracciones nocturnas, pero algo en aquella primera contracción me hizo pensar que aquello era diferente. Primera intuición. Acerté.
Unas cuantas contracciones después fui al baño. En levantarme y caminar, vi que chorreaba algo pierna abajo. Se me aceleró la respiración de repente: era líquido amniótico. Se había fisurado la bolsa. Unos minutos después desperté a mi marido. Eran las 2:15 de la madrugada, y le dije: he roto aguas, creo que estoy de parto.
Después de tantas noches con contracciones, no me hizo demasiado caso. Me tumbé en la cama y me tapé con la manta, ignorando lo que estaba a punto de pasar. Me quise relajar, pese a encontrarme aún bastante tranquila. Le dije que podíamos esperar para ir al hospital, que yo iba con la idea de dilatar al máximo en casa y que me daría una ducha antes de salir.
Pero Emma tenía otros planes. En muy poco tiempo, las contracciones aumentaron en intensidad. Sin darme cuenta ya tenía que pararme para respirar, y apenas podía hablar.
«Llama a mi madre», le dije. Se iban a quedar con los niños, y tenían un buen rato hasta nuestra casa. «¿Seguro? ¿Llamo ya?» me dijo mientras yo me dirigía a las habitaciones de los niños para hacerles la maleta, ya que se quedarían unos días con los abuelos. «Llama, llama», le respondí, sin apenas respiración, en mitad de una contracción. Aquello estaba escalando muy deprisa.
3:00 am
Preparé las maletas de los niños a oscuras, intentando no despertarlos, deteniéndome cada cinco minutos para respirar. A las 3:00 de la madrugada mis padres ya estaban en casa. Yo, que había dicho que quería ducharme antes de irme, me di cuenta de que no era buena idea. Cada contracción era más intensa, tardaba más en desaparecer, y la siguiente llegaba antes que la anterior. Aún así, me tomé mi tiempo para preparar el neceser y sacar mi última foto de embarazada.
Mi madre me echó de casa. «Iros ya, que tiene las contracciones muy seguidas», oí que decía. Me despedí de los niños sin que se dieran cuenta y subimos al coche, conscientes de que la próxima vez que llegásemos a casa sería con una pequeña bebé en brazos.
4:00 am
A las 4:00 estábamos camino del hospital. «¡Mira, la luna llena!» dije yo desde el coche. La carretera estaba oscura y no nos cruzamos con ningún coche. Solo se veía la luz de la luna llena, y me concentraba en ella cada vez que venía una contracción. Al final, resultará que hay algo de cierto en la leyenda…
Veinte minutos después aparcamos en una calle cercana al hospital. «¿Te dejo en la puerta?» «No, puedo caminar», dije, haciéndome la valiente. ¡Ha! A pesar de estar a pocos metros, tardé diez minutos en hacer el camino hacia la puerta de urgencias. Recuerdo estar parada frente al hospital, esperando que una contracción pasara, apoyada sobre sus brazos, con las piernas medio dobladas, en medio de la calle en plena noche, oscuridad y silencio, bajo la luz de la luna llena, y aquella contracción me resultó especial. Era a las puertas de conocer a mi pequeñita, por fin. Estaba a punto de ocurrir la magia.
Entré a partos sin casi poder mantenerme en pie. Me hicieron un tacto y me dijeron que estaba dilatada de 5 centímetros. De cinco, ¿ya? El día anterior estaba tan sólo de un centímetro y medio. Me pusieron una vía intravenosa y me preguntaron si querría epidural. Yo, que ya imaginaba que aquello estaba yendo bastante deprisa, dije que quería esperar un poco, pero me hicieron entender que si esperaba más, quizás no llegaría a tiempo.
Me hicieron una PCR, que me hizo más daño que alguna de las contracciones, y por fin dejaron entrar a mi marido. Al entrar me preguntó si todo iba bien y yo le susurré que aquello estaba yendo muy rápido, que cada vez me hacía todo más daño. A él también le hicieron la prueba de la Covid, y enseguida nos hicieron pasar a la sala de partos.
6:00 am
Debían ser ya las seis de la madrugada. A partir de entonces, todo pasó tan deprisa que no tuve tiempo de asimilar nada. Me prepararon la cama pero yo no me veía capaz de tumbarme, necesitaba estar de pie. El dolor era muy, muy intenso, apenas cada dos minutos, sin casi ninguna tregua, y yo me di cuenta de que ya empezaba a gritar y a gruñir, que no tenía suficiente sólo con respirar para poder soportar el dolor.
Yo me veía con aquel dolor tres o cuatro horas más, y me mareaba sólo de pensarlo. Yo sentía que ya no podía más, no me veía capaz de aguantar más dolor, así que dije sí a la epidural. Pregunté a una de las enfermeras si quedaba mucho para tener el resultado de la analítica, ya que sin ella no me la podían poner, y me respondió que no lo sabía. Me mareé.
La presión era tan fuerte abajo que tenía la sensación de que la niña ya salía, que no podía aguantarla dentro. Yo seguía de pie, balanceando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, para intentar calmar el dolor. No hacía ni cinco minutos que estábamos en la sala de partos (o eso me parecía a mí) que entró otra comadrona y me dijo: «Prepárate que ya llega la anestesista. ¿Tienes las últimas analíticas? No podemos esperar más.»
A mí, sólo me salió un «¿¿ya??» y la comadrona me dijo que sí, que me apresurara a sentarme. Cuando me la pusieron yo no noté nada, ni siquiera el primer pinchazo. Sólo deseaba que se fuera el dolor. Mientras me ponían la epidural tuve 4 o 5 contracciones, y aún no sé cómo fui capaz de mantenerme quieta.
Llegados a ese punto, yo pensaba que era una floja. Que debía estar de 7 cm, no más, y que no estaba siendo capaz de aguantar el dolor. Me sentí triste, decepcionada conmigo misma, porque pensaba que me quedaban unas cuatro o cinco horas más, y que había cedido a la primera de cambio.
Cuando me acabaron de poner la epidural tuve que tumbarme, aunque mi cuerpo solo me pedía estar de pie y empujar. Yo empecé a temblar, efecto de la epidural, pero aún notaba todo el dolor. Entró la doctora justo cuando me la acababan de poner y me dijo que me haría un tacto.
6:20 am
Y ahí fue cuando yo entendí el por qué de mi dolor tan intenso: ya estaba dilatada de 9 cm. Terminó de romper la bolsa, que me provocaba una presión brutal, y noté como salía todo el líquido. Menudo alivio. Me dijo la doctora que ya veía la cabeza y que me preparara, que en breve debería empujar. ¡Pero yo todavía lo notaba todo! La anestesista me preguntó si quería algo más de dosis, y yo le dije: «Ya que me la has puesto, un poco más no me vendría mal». Se rió, y me subió la dosis.
Fue al cabo de unos segundos que empecé a empujar. Al principio, notaba a la perfección cuando me venían las contracciones, y podía empujar con fuerza. «Tiene mucho pelo!», dijo la doctora. «Como su hermana», respondí entre gemidos. Debí empujar unas quince veces en total. La doctora me dijo que me haría un corte pequeño, de un centímetro y con un punto, porque la cicatriz de la episiotomía de mi primer hijo hacía presión, y no dejaba salir a Emma. Noté el corte con las tijeras, pero ya no me hizo daño.
6:43 am
Y de repente, unos cuantos pujos después, la doctora dijo: ‘Ya está, ya sale», y vi cómo le cambiaba la cara. A las 6:43 de la madrugada, dos horas y media después de haber llegado al hospital, mi hija sacaba la cabecita y llegaba a este mundo. A partir de entonces todo fue una espiral de movimientos rápidos. Ante mí solo veía un seguido de movimientos frenéticos de las comadronas. Oí el primer llanto de Emma y me la pusieron encima. Me quedé paralizada, como me pasó con los partos anteriores. Ni siquiera me cayeron lágrimas. En esos instantes, la sensación que sentí fue muy extraña, como si yo no fuera la protagonista, como si estuviera mirando una película y todo estuviera pasando a otra persona. Yo estaba en una burbuja, ajena a mi realidad. Había ido tan deprisa que no me acababa de creer que Emma estaba aquí.
No paraba de llorar, o más bien gritar. Su llanto era intenso, fuerte, y yo suspiré aliviada. La limpiaron, le pinzaron el cordón y me la dejaron encima todo el rato. No la pesaron ni la midieron. Me di cuenta entonces de que se me habían dormido totalmente las piernas, no sentía nada. Cuando la placenta salió y la doctora terminó de coser el punto, me cambiaron de cama y me subieron a planta.
7:10 am
A las 7:10 ya estábamos en la habitación y una enfermera de planta me ayudó a que Emma se enganchara al pecho. Enseguida lo encontró y comenzó a succionar. Una vez se despegó un poquito, por fin pude verle la carita. Cómo se parecía a su hermana.
Fue allí cuando me di cuenta de lo que acababa de ocurrir. Y fue en ese momento cuando, por fin, lloré. Me golpeó la emoción de repente y dejé salir todo el cansancio, la angustia y el miedo de los meses anteriores para dar lugar a la pequeña Emma, que ya estaba en este lado de la piel.
Había tenido otra hija. Otra niña. Mi tercer bebé (cuarto, en realidad), mi tercer parto. Una pequeña cosita que se movía encima mío buscando el pecho, que me olía, que se calmaba y dormía cerca de mí. Nueve meses dentro, y por fin podíamos vernos. La abracé, la besé, la acuné, la cogí fuerte para no volver a soltarla jamás.
La de las pataditas era ella. El corazón que llevaba escuchando durante meses era el suyo. Los morritos de las ecografías eran suyos. Sus piernecitas, su cabecita. Me costó asimilar que era ella; a ratos todavía me cuesta, es como si me hubieran quitado a mi bebé de la barriga y la que me habían dado fuera otra. Es una sensación extraña, que solo se va con el paso del tiempo.
Ahora ya era real. Desde aquella calurosa noche de agosto en la que vi una débil rallita en un test, hasta las pérdidas de las primeras semanas debido al hematoma, cuando yo creía que ya la había perdido, hasta la angustia de la ecografía de las 20 semanas donde reviví viejos temores, hasta la amenaza de parto prematuro… Me vino a la mente todo el camino, los largos nueve meses, y me parecía increíble que hubiéramos llegado ya a la meta.
Ya estaba con nosotros, lo habíamos logrado, nuestra pequeña bebé arcoíris, tan esperada, tan buscada… La luz después de la tormenta. Por fin.
A partir de entonces, siguió el protocolo de seguimiento tras el parto, con las tomas de presión constantes y las infermeras comprobando que no había ninguna hemorragia y que Emma seguía comiendo. Me insinuaron que parecía pequeñita y que quizás habría que controlar su glucosa. Después del desayuno vino la pediatra, y fue entonces cuando la pesaron y la midieron. Nos quedamos tranquilos cuando nos dijeron el peso: 2,820 kg y 48,5 cm. Pequeñita pero con mucha fuerza. La pediatra le miró todos los reflejos y nos dijo que estaba todo correcto.
Pedimos el alta voluntaria el día siguiente y regresamos a casa con nuestra pequeña Emma en brazos. Las emociones que sentí fueron indescriptibles, con una mezcla de tristeza y felicidad, pero esto da para otro relato.
El parto de esta pequeñita fue fugaz pero muy emotivo. Es nuestra bebé arcoíris, una niña muy esperada y muy deseada. No cambiaría nada de lo que pasó aquella madrugada del 27 de abril porque para mí, fue perfecta.
Bienvenida al mundo, pequeña. Gracias por escoger nuestra familia, haremos todo lo posible para que seas muy feliz.