Primer día de escuela
Llega setiembre y, con él, el inicio y el fin. Dejamos atrás tres meses de luz, calor e intensidad para situar la cabeza en su lugar una vez más. Vuelve la escuela, vuelven los largos procesos de adaptación a un nuevo ambiente, nuevas caras, nuevas senaciones. La libertad del verano, la absencia de horarios, las actividades al aire libre y los días en el pueblo quedan atrás, y cuesta asumir que falta un año entero para volver a vivirlo.
Llega el primer día de escule y, como si no hubiera habido pausa, nos despertamos y nos vestimos, desayunamos, y lo preparamos todo como hemos hecho cada día. Y es que, en realidad, no hemos tenido vacaciones desde marzo. Ni un sólo parón, ni un sólo descanso, ni un sólo día de pausa. Aún así, quién nota más el inicio escolar son ellos, los pequeños, que empiezan el nuevo curso con algunas dudas, algun sollozo y un poco de ilusión, escondida detrás de aquella expresión nerviosa y expectante.
Èric acaba de cumplir cinco años y comprende que es tan solo un inicio más, que ya ha vivido cuatro, que en un rato estará adaptado a la nueva aula, pintada, grande, acolorida, y a la nueva maestra, que los recibe con un extra de afecto y sonrisas.
Aina, sin embargo, llora, y llora, y grita, y se engancha a mi como si la estuviera abandonado de por vida. A pesar de ser su tercera adaptación, este año habla y se anticipa a lo que vendrá, y asocia mochila con escuela, y escuela con nervios y miedo. Aina llora, y llora, y yo me alejo llorando. Una semana después, en salir de casa, todavía se queja y me dice «mamá, cole no, no quiero, mama no», y todavía llora, pero son lágrimas de tristeza, porque la estoy traicionando una vez más. Ya no tiene miedo, porque sabe que está bien en la escuela, pero le duele alejarse de mi.
Y es a través de estos procesos de adaptación que llego a ciertas ideas sobre maternidad, educación y crianza que me hacen pensar que no lo estamos haciendo bien. Que los niños y las niñas no tienen que alejarse de los padres y las madres tan pronto, tan tiernos, tan bebés. Que no puede ser que estemos viviendo bajo un régimen legislativo que obliga a las madres a dejar a sus bebés a manos de desconocidos con sólo cuatro meses de vida, y que no puede ser que no estemos luchando contra eso día tras día. Que no puede ser que estemos asumiendo como normal la dicha de «no pasa nada, llora los primeros días, ya dejará de hacerlo». Sí que pasa, porque cada lágrima de cada niño es importante para ellos, y cada lágrima de cada padre y madre también lo es. Porque hay que respetar a los niños y sus ritmos, porque muchos de ellos no tienen ni dos años y sólo conocen su pequeño mundo, y no hace falta que amplíen miras, todavía no. Ya tendrán tiempo. De conocer, de descubrir la escuela, de aprender y de sufrir. Ya tendrán tiempo.
Y aquí estamos, un año más, dudando de si lo estamos haciendo bien, de si hace falta o no hace falta, y andando a trompicones esperando que llegue una mañana que se despierte y no llore. Sabemos que pasará, porque así ha sido en las dos adaptaciones anteriores, pero mientras tanto…